(Reproducción diario Clarín. Autor de la nota: Pablo Strozza)
Que Facebook no una lo que la vida desunió
Mundos íntimos. Jamás existieron esos paraísos. Antiguos compañeros crean grupos e impulsan encuentros para celebrar lo bien que la pasaban juntos y decirse cuánto se extrañan. A menudo, la realidad no fue tan así pero necesitan –pareciera– otorgarle un nuevo significado.
Hace unos años, antes de la llegada de Internet a nuestras vidas, una mañana me levanté sobresaltado tras haber tenido una pesadilla.
Había soñado que se cumplían diez años desde que había terminado el colegio secundario y que había ido a una fiesta aniversario. Allí me reencontraba con mis ex compañeros, y la pasaba muy pero muy mal.
Con el primer mate de la mañana, aún sobresaltado, llamé por teléfono a una de las pocas personas de aquellos años con las que sigo en contacto. Ella me tranquilizó: “No Pablo, hace once años que egresamos. Sí hubo una cena a la que fui. Y no te avisé porque sabía cual iba a ser tu respuesta ”.
Y un par de meses atrás esa pesadilla se materializó del modo en el que se materializan las cosas hoy por hoy. Al abrir mi cuenta de Facebook noté que me habían incorporado a un grupo de ex compañeros de la secundaria. Cosa rara, ya que les había denegado “amistad” a muchos de ellos en esa red social. No pude resistir la tentación, y entré a chusmear. Cuando vi que uno de los comentarios de uno de los chicos que no era de mi bandita decía “Posteen lo primero que se les viene a la cabeza de los cinco años de colegio” o una frase por el estilo, no dudé: me borré del grupo de inmediato. “Si usted decide darse de baja no recibirá más advertencias de actualizaciones ni podrá acceder a los contenidos del grupo”, me advirtió Mr. Facebook. Muchas gracias señor por el aviso: eso que me dice era lo que quería leer. Tras borrarme pensé en que hubiera podido quedarme para espiar el hoy de mis ex compañeros, pero enseguida comprobé que mi decisión había sido correcta. ¿O acaso quiero estar al tanto sobre que fue de la vida de esas personas tras veinticinco años de no verlas?
La verdad que no, como tampoco quiero saber de mis ex novias en la actualidad. Que Facebook no una lo que el correr de la vida separó. Y eso no implica que no sienta aprecio por muchos de ellos, con los que podría beber algo tranquilamente, o que no sienta orgullo de que al finalizar quinto año me hayan elegido mejor compañero de la división. Sólo que no me llevo bien con esa clase de nostalgia que consigna que el colegio fue la mejor etapa de la vida de las personas. Yo la pasé mal en la secundaria: no me gustaba nada el colegio y detestaba que esas cinco horas diarias no las pudiera aprovechar de otra manera. Por eso no quiero revivir esos años.
Entonces es cuando surge la pregunta. ¿Por qué esa necesidad de militar por el ayer? ¿Por qué someter a una persona a la horrible pregunta “¿En qué andás?” cuándo hace más de una década que no se tienen noticias del otro y ese otro no puede resumir en una oración tantos años de su vida? Una amiga suele responder ante esa situación “En cosas raras”, para cortar de raíz toda clase de conversación. Considero que las relaciones personales, a todo nivel, se sostienen de manera sincrónica y no diacrónica. Y que esa suerte de nostalgia masiva es mentirosa, ya que pretende que las personas que se encuentran tras años de no verse hayan quedado congeladas en el tiempo como Han Solo en El imperio contraataca. Entonces, al enfrentarse al hoy pensando en el ayer, es cuando los cambios aterran. Y vemos a aquel rebelde sin pausa punk que batallaba contra el sistema en los shows parakulturales de Todos Tus Muertos a puro pogo en “Gente que no” y terminó como un abogado saca presos de procederes legales dudosos y con un divorcio escandaloso propio encima. O a aquella chica hermosa que prometía transformarse en modelo publicitaria (no lo logró) y que envejeció de forma genial tras parir a dos niños.
O a aquel pibe al que teníamos de punto (hoy se diría que le hacíamos “bullying”) con el que años después tuve una pelea callejera que perdí ya que me agarró entre varios y que ahora, por lo que me contaron, toca la batería en una banda de heavy metal extremo. Y ni hablar de los que son padres, que dejan en un offside violento a los que no lo somos con el relato de las vivencias de sus hijos. O lo poco que les debe importar a todos ellos mi colección de discos y libros que son, junto con mi pareja y mis mascotas, mi verdadera patria.
Muchas veces estos encuentros esconden la idea de que todos somos iguales a aquellos adolescentes que compartimos cinco años en las aulas.
Lo lamento, pero por suerte no es así.
Está bien que hoy seamos distintos. Si fuese y pensase como cuando tenía dieciocho años significaría que no evolucioné nada. Y eso sería espantoso.
Algo similar a lo que me pasó con la gente del colegio me pasó con mi familia paterna. Tras la repentina muerte de mi padre en 1998, mis tías dejaron de lado a mi madre sin ninguna clase de explicación, de una manera que me dolió. Poco después uno de mis primos se casó y no pude ir a la ceremonia ya que coincidía con el horario de un trabajo radial que tenía en ese momento. Y así fue como dejé de tener relaciones con ese linaje. Los casamientos, funerales e invitaciones a eventos de primos y tíos se repitieron como también los requerimientos de Facebook, y también en esos casos me negué a asistir o a aceptarlos en mi vida on y off line . En esta cuestión, la solidaridad familiar fue más fuerte. Y el poco apego a añorar asuntos que podían terminar en charlas violentas junto a mi derecho a dejar de lado esa parte de mi vida, también. Como dice el refrán: la familia se hereda y los amigos se eligen. Y si pasó algo grave que desconozco entre mi madre y ellos, a esta altura de mi vida no me interesa en lo más mínimo.
Por eso reivindico el derecho al olvido sin ninguna clase de culpa y la premisa de alimentar las relaciones día a día sin depender de las nuevas tecnologías. Y que quede clarito: esta clase de olvido no invalida la memoria. Por el contrario, la potencia. Por jactarme de tener buena memoria es que practico esta forma de omisión selectiva.
En esta era en la que gracias a las redes sociales encontrar a una persona es más fácil que nunca, decir no al pasado en tiempo presente es un acto que muchas veces puede ser mal visto. Y ese que dice que no puede quedar ante los demás como un ermitaño digital que odia las redes sociales. No es mi caso: soy un usuario asiduo de Twitter y Facebook, por cuestiones laborales y personales. Pero al mismo tiempo elijo cómo manipular estas herramientas. Y si bien ambas me han vuelto a acercar y me mantienen actualizado de la vida de viejos amigos que viven en el exterior, considero que hay que utilizarlas con moderación y que no hay que trasladar de manera total la vida real al mundo virtual. Por eso no me voy a mudar a vivir una vida manejada por el celular y en mis viajes en transporte público seguiré leyendo un libro antes que la pantalla del teléfono. O aprovecharé esos tiempos muertos entre un lugar y otro para pensar en nada.
La mayoría de mis amigos más cercanos no tienen ni Facebook ni Twitter ni WhatsApp. Uno de ellos, inclusive, dejó de usar teléfono celular. “Todo el mundo sabe dónde me puede ubicar y si no, no me importa”, fue su polémico argumento. Y todos nosotros estamos en contacto permanente: salimos a comer afuera o nos juntamos en alguna casa, compartimos recitales o películas o nos tomamos un café o una cervecita en un bar a la vieja usanza. Y hasta pueden pasar semanas en las que no nos veamos, pero siempre sonará el teléfono o llegará ese correo electrónico para comentar alguna pavada mediática, recomendar un disco o un libro o polemizar sobre aquel partido de fútbol que nos tuvo en vilo. El tiempo presente y los planes inmediatos cancelan la nostalgia forzada y no anulan el hecho de que en alguna reunión surja algún recuerdo memorable en forma de anécdota risueña.
Pero esta idea de revival excede las relaciones personales. Ahí están esos jóvenes que sienten nostalgia por conciertos de Sumo a los que no asistieron porque, en muchos casos, ni siquiera habían nacido. O, peor todavía, que creen que “vieron” a Sumo cuando sus ex miembros tocaron todos juntos tiempo atrás en River en un festival, ignorando que quien faltaba era ni más ni menos que Luca Prodan. “Retromanía” fue la definición que acuñó el crítico de rock inglés Simon Reynolds desde un libro muy recomendable. “En vez de ser un umbral hacia el futuro, los primeros diez años del siglo XXI resultaron ser una década ‘re’: revivals, reediciones, remakes, reescenificaciones ”, señala Reynolds para luego atacar la postura retro nostálgica tanto en la música rock y pop como en la televisión y el cine. “La nostalgia está ahora rigurosamente entrelazada con el complejo consumidor-entretenimiento: sentimos un deseo punzante por los productos que consumíamos años atrás, por las novedades y distracciones que colmaron nuestra juventud (…) Es por eso que los programas del tipo “Yo amo a los ´70/´80” son tan eficaces: el paso de nuestro tiempo está cada vez más vinculado a la procesión de manías pasajeras, modas, carreras de celebridades que rápidamente se vuelven obsoletas”, dice, y su diagnóstico se aplica tanto a la cultura de masas como a los micromundos de ex compañeros de escuela o familiares.
“¿Tenés experiencia?”, se preguntaba Jimi Hendrix, y el sustantivo es la clave. Así como antes el espectador se preocupaba por vivir el momento y el acontecimiento, hoy pareciera ser más importante registrarlo con cualquier dispositivo portátil para subirlo en una calidad berreta a YouTube y reverlo … ¿Cuándo? ¿Con quién? ¿Cuántas veces? Y de eso se trata esta reacción: de evitar que “El acontecimiento se vuelva permanente, sujeto a la repetición interminable, y el momento devenga monumento” (otra vez Reynolds).
En una paradoja del destino, mientras escribía estas líneas me llegó una invitación para una futura reunión de ex compañeros laborales. La cadena de mensajes previa en Facebook es insoportable (un protocolo formal de redes sociales a esta altura se transformó en un tema imprescindible, algo que va más allá de la convención de que escribir en mayúsculas sea sinónimo de gritar), pero la leí y le puse mi onda desde un silencio que no incomoda a nadie.
Hasta el momento no decidí si iré, aunque la situación a priori es mil veces más cómoda que otras que detallé más arriba, ya que el tiempo juega a favor al actuar desde más cerca. Lo más probable es que asista, para confirmar todo lo que escribí hasta acá. Porque uno maduró cuando se puede retirar de las reuniones temprano y entero, y que esa acción impensada en el pasado resulte desapercibida para toda la concurrencia.
Y si no voy y me quedo en casa para cenar rico y casero con mi novia, mi sentimiento de falta será igual a cero.
Enlace de la nota: http://www.clarin.com/sociedad/Facebook-vida-desunio_0_1232276938.html
Y un par de meses atrás esa pesadilla se materializó del modo en el que se materializan las cosas hoy por hoy. Al abrir mi cuenta de Facebook noté que me habían incorporado a un grupo de ex compañeros de la secundaria. Cosa rara, ya que les había denegado “amistad” a muchos de ellos en esa red social. No pude resistir la tentación, y entré a chusmear. Cuando vi que uno de los comentarios de uno de los chicos que no era de mi bandita decía “Posteen lo primero que se les viene a la cabeza de los cinco años de colegio” o una frase por el estilo, no dudé: me borré del grupo de inmediato. “Si usted decide darse de baja no recibirá más advertencias de actualizaciones ni podrá acceder a los contenidos del grupo”, me advirtió Mr. Facebook. Muchas gracias señor por el aviso: eso que me dice era lo que quería leer. Tras borrarme pensé en que hubiera podido quedarme para espiar el hoy de mis ex compañeros, pero enseguida comprobé que mi decisión había sido correcta. ¿O acaso quiero estar al tanto sobre que fue de la vida de esas personas tras veinticinco años de no verlas?
La verdad que no, como tampoco quiero saber de mis ex novias en la actualidad. Que Facebook no una lo que el correr de la vida separó. Y eso no implica que no sienta aprecio por muchos de ellos, con los que podría beber algo tranquilamente, o que no sienta orgullo de que al finalizar quinto año me hayan elegido mejor compañero de la división. Sólo que no me llevo bien con esa clase de nostalgia que consigna que el colegio fue la mejor etapa de la vida de las personas. Yo la pasé mal en la secundaria: no me gustaba nada el colegio y detestaba que esas cinco horas diarias no las pudiera aprovechar de otra manera. Por eso no quiero revivir esos años.
Entonces es cuando surge la pregunta. ¿Por qué esa necesidad de militar por el ayer? ¿Por qué someter a una persona a la horrible pregunta “¿En qué andás?” cuándo hace más de una década que no se tienen noticias del otro y ese otro no puede resumir en una oración tantos años de su vida? Una amiga suele responder ante esa situación “En cosas raras”, para cortar de raíz toda clase de conversación. Considero que las relaciones personales, a todo nivel, se sostienen de manera sincrónica y no diacrónica. Y que esa suerte de nostalgia masiva es mentirosa, ya que pretende que las personas que se encuentran tras años de no verse hayan quedado congeladas en el tiempo como Han Solo en El imperio contraataca. Entonces, al enfrentarse al hoy pensando en el ayer, es cuando los cambios aterran. Y vemos a aquel rebelde sin pausa punk que batallaba contra el sistema en los shows parakulturales de Todos Tus Muertos a puro pogo en “Gente que no” y terminó como un abogado saca presos de procederes legales dudosos y con un divorcio escandaloso propio encima. O a aquella chica hermosa que prometía transformarse en modelo publicitaria (no lo logró) y que envejeció de forma genial tras parir a dos niños.
O a aquel pibe al que teníamos de punto (hoy se diría que le hacíamos “bullying”) con el que años después tuve una pelea callejera que perdí ya que me agarró entre varios y que ahora, por lo que me contaron, toca la batería en una banda de heavy metal extremo. Y ni hablar de los que son padres, que dejan en un offside violento a los que no lo somos con el relato de las vivencias de sus hijos. O lo poco que les debe importar a todos ellos mi colección de discos y libros que son, junto con mi pareja y mis mascotas, mi verdadera patria.
Muchas veces estos encuentros esconden la idea de que todos somos iguales a aquellos adolescentes que compartimos cinco años en las aulas.
Lo lamento, pero por suerte no es así.
Está bien que hoy seamos distintos. Si fuese y pensase como cuando tenía dieciocho años significaría que no evolucioné nada. Y eso sería espantoso.
Algo similar a lo que me pasó con la gente del colegio me pasó con mi familia paterna. Tras la repentina muerte de mi padre en 1998, mis tías dejaron de lado a mi madre sin ninguna clase de explicación, de una manera que me dolió. Poco después uno de mis primos se casó y no pude ir a la ceremonia ya que coincidía con el horario de un trabajo radial que tenía en ese momento. Y así fue como dejé de tener relaciones con ese linaje. Los casamientos, funerales e invitaciones a eventos de primos y tíos se repitieron como también los requerimientos de Facebook, y también en esos casos me negué a asistir o a aceptarlos en mi vida on y off line . En esta cuestión, la solidaridad familiar fue más fuerte. Y el poco apego a añorar asuntos que podían terminar en charlas violentas junto a mi derecho a dejar de lado esa parte de mi vida, también. Como dice el refrán: la familia se hereda y los amigos se eligen. Y si pasó algo grave que desconozco entre mi madre y ellos, a esta altura de mi vida no me interesa en lo más mínimo.
Por eso reivindico el derecho al olvido sin ninguna clase de culpa y la premisa de alimentar las relaciones día a día sin depender de las nuevas tecnologías. Y que quede clarito: esta clase de olvido no invalida la memoria. Por el contrario, la potencia. Por jactarme de tener buena memoria es que practico esta forma de omisión selectiva.
En esta era en la que gracias a las redes sociales encontrar a una persona es más fácil que nunca, decir no al pasado en tiempo presente es un acto que muchas veces puede ser mal visto. Y ese que dice que no puede quedar ante los demás como un ermitaño digital que odia las redes sociales. No es mi caso: soy un usuario asiduo de Twitter y Facebook, por cuestiones laborales y personales. Pero al mismo tiempo elijo cómo manipular estas herramientas. Y si bien ambas me han vuelto a acercar y me mantienen actualizado de la vida de viejos amigos que viven en el exterior, considero que hay que utilizarlas con moderación y que no hay que trasladar de manera total la vida real al mundo virtual. Por eso no me voy a mudar a vivir una vida manejada por el celular y en mis viajes en transporte público seguiré leyendo un libro antes que la pantalla del teléfono. O aprovecharé esos tiempos muertos entre un lugar y otro para pensar en nada.
La mayoría de mis amigos más cercanos no tienen ni Facebook ni Twitter ni WhatsApp. Uno de ellos, inclusive, dejó de usar teléfono celular. “Todo el mundo sabe dónde me puede ubicar y si no, no me importa”, fue su polémico argumento. Y todos nosotros estamos en contacto permanente: salimos a comer afuera o nos juntamos en alguna casa, compartimos recitales o películas o nos tomamos un café o una cervecita en un bar a la vieja usanza. Y hasta pueden pasar semanas en las que no nos veamos, pero siempre sonará el teléfono o llegará ese correo electrónico para comentar alguna pavada mediática, recomendar un disco o un libro o polemizar sobre aquel partido de fútbol que nos tuvo en vilo. El tiempo presente y los planes inmediatos cancelan la nostalgia forzada y no anulan el hecho de que en alguna reunión surja algún recuerdo memorable en forma de anécdota risueña.
Pero esta idea de revival excede las relaciones personales. Ahí están esos jóvenes que sienten nostalgia por conciertos de Sumo a los que no asistieron porque, en muchos casos, ni siquiera habían nacido. O, peor todavía, que creen que “vieron” a Sumo cuando sus ex miembros tocaron todos juntos tiempo atrás en River en un festival, ignorando que quien faltaba era ni más ni menos que Luca Prodan. “Retromanía” fue la definición que acuñó el crítico de rock inglés Simon Reynolds desde un libro muy recomendable. “En vez de ser un umbral hacia el futuro, los primeros diez años del siglo XXI resultaron ser una década ‘re’: revivals, reediciones, remakes, reescenificaciones ”, señala Reynolds para luego atacar la postura retro nostálgica tanto en la música rock y pop como en la televisión y el cine. “La nostalgia está ahora rigurosamente entrelazada con el complejo consumidor-entretenimiento: sentimos un deseo punzante por los productos que consumíamos años atrás, por las novedades y distracciones que colmaron nuestra juventud (…) Es por eso que los programas del tipo “Yo amo a los ´70/´80” son tan eficaces: el paso de nuestro tiempo está cada vez más vinculado a la procesión de manías pasajeras, modas, carreras de celebridades que rápidamente se vuelven obsoletas”, dice, y su diagnóstico se aplica tanto a la cultura de masas como a los micromundos de ex compañeros de escuela o familiares.
“¿Tenés experiencia?”, se preguntaba Jimi Hendrix, y el sustantivo es la clave. Así como antes el espectador se preocupaba por vivir el momento y el acontecimiento, hoy pareciera ser más importante registrarlo con cualquier dispositivo portátil para subirlo en una calidad berreta a YouTube y reverlo … ¿Cuándo? ¿Con quién? ¿Cuántas veces? Y de eso se trata esta reacción: de evitar que “El acontecimiento se vuelva permanente, sujeto a la repetición interminable, y el momento devenga monumento” (otra vez Reynolds).
En una paradoja del destino, mientras escribía estas líneas me llegó una invitación para una futura reunión de ex compañeros laborales. La cadena de mensajes previa en Facebook es insoportable (un protocolo formal de redes sociales a esta altura se transformó en un tema imprescindible, algo que va más allá de la convención de que escribir en mayúsculas sea sinónimo de gritar), pero la leí y le puse mi onda desde un silencio que no incomoda a nadie.
Hasta el momento no decidí si iré, aunque la situación a priori es mil veces más cómoda que otras que detallé más arriba, ya que el tiempo juega a favor al actuar desde más cerca. Lo más probable es que asista, para confirmar todo lo que escribí hasta acá. Porque uno maduró cuando se puede retirar de las reuniones temprano y entero, y que esa acción impensada en el pasado resulte desapercibida para toda la concurrencia.
Y si no voy y me quedo en casa para cenar rico y casero con mi novia, mi sentimiento de falta será igual a cero.
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A MIS COMPAÑERITOS DEL COLE
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