(Extracto publicado en ARN Diario: http://www.arndiario.com/notas/ver/id/9540)
Las Catitas, según Leonardo Favio
En “Las Catitas” el viento es constante y arenoso. Allí nací, acunado por el viento Zonda. La pieza en que vivíamos estaba ubicada en el fondo de un caserón de adobe plantado en medio de un loteo. Allí mi madre fue feliz. Me animaría a decir que por única vez fue feliz.
Allí, enamorada, se bebió de un solo trago la cuota de dicha que para ella tenía reservada la vida. Y en sus horas actuales cada vez que la veo hundida en sus silencios, sé que Papá ronda su recuerdo, tal vez con ese traje oscuro, a rayas grises, de la foto pueblerina, en alpargatas, y su sonrisa de muchacho triste, cruzando alguna calle; mientras ella, casi una niña, lo mira como a un milagro desde el grifo de la esquina donde va a llenar los baldes de agua. Allí nací.
Cuando llegué ya existía “El Negrito”, mi hermano mayor. A mí me decías “Chiquito”, y me gustaba. Papá en aquella época al parecer vendía números de lotería” (Leonardo Favio).
Reportaje a Leonardo Favio en su terruño
"Allá en Las Catitas éramos todos pequeños y medianos agricultores. Fuimos, por supuesto, los que desaparecimos. Todo esto era hasta que llegaban las doce del mediodía, cuando llegaban los bancos. Luego venía el remanso. Comíamos y nos acostábamos a dormir la siesta.
"Era hermoso dormir la siesta. Carolita se levantaba antes, pero yo, por lo general, me levantaba alrededor de las cuatro o cinco de la tarde. Me daba un baño mientras regaban el patio y la vereda. Yo solía sentarme en la vereda, en la puerta. A esa hora comenzaba a correr un aire fresquito. Y ya empezaba el chimenterío. A mí me encantaba sacar el cuero con los otros. Es muy lindo sacar el cuero en los pueblos. Vos no sabes lo que es despertarte de la siesta y sentir el olor de la vereda recién regada.
"Por la noche solíamos ir a lo de Pitango, que tenía unos galgos maravillosos. Ahí comíamos un asado o un chivito. Otro hábito que tenía era el de ir a sentarme junto a la peluquería en el barcito de don Panza -hace poco me llamaron y me dijeron que había muerto-, en las mesas que estaban en la vereda. Yo siempre pedía una cerveza bien fresquita y maníes. Y cuando veía bajar al diariero del colectivo -venía de la capital con los diarios de la tarde- lo invitaba a la mesa y nos poníamos a charlar. Carolita, por lo general, se iba al almacén de la Chacha -que en realidad era un mercadito, porque también tenía carnicería- y se entretenía ayudándola en la caja, porque a Nicolás le gustaba estar ahí. Era muy amigo de Marito, el hijo de la Chacha.
"A esa hora de la tarde ya ves que vienen los tractores de las distintas fincas y van pasando por la calle principal. Ves llegar a los peones al bar de don Panza con la camisita limpia... Es un pueblo de muy poquitas casas, todas bajas, y cuando la tarde comienza a caer, ves hasta el infinito, y el sol que empieza a caer allá, en la precordillera.
"Cuando íbamos a comer a la casa de algún amigo, fuera en la del Pitango o en la de algún otro, siempre había guitarreadas. Yo nunca tocaba ni cantaba. En eso eran muy delicados, no me obligaban a eso, no me hacían sentir mal. En las noches, cuando no íbamos a comer a otro lado, con Carola y Nico nos quedábamos en la puerta de casa sentados, porque siempre se acercaba algún vecino o alguna vecina a charlar con ella. A Nicolita, desde que yo tengo memoria, siempre lo vi disfrazado de Kiss, en Las Catitas y en Mendoza. Siempre andaba pintarrajeado y con una escoba haciendo de guitarra. Pero el fuerte de él en la época de Las Catitas era: “Ahí viene la plaga...”. Creo que tendría seis o siete añitos, y tenía éxito, porque se lo llevaban los vecinos para que les cantara “Ahí viene la plaga”. En ese entonces Pupi era muy chiquitita y andaba todo el día con una cartera de la madre. Pero era muy misteriosa... no hablaba con nadie.
"En Las Catitas yo vivía tranquilo y no me hacían notar que era Favio, me querían nomás. Las reuniones políticas nunca las hice en Las Catitas, mejor dicho en el pueblo, siempre las hacíamos en el viñedo, que estaba a dieciocho kilómetros metido en el desierto. Las reuniones se hacían en mi casa del viñedo o en el galpón, según la cantidad de compañeros, porque venían de todos lados: de San Martín, de Santa Rosa...
"En mi casa del pueblo nunca hice reuniones porque era comprometer al puesto de policía del pueblo, que eran cuatro o cinco botones muy amigos. Con Juan y la Pirincha, el capataz del viñedo y su mujer, éramos como de la familia. Fui muy feliz. “¿Qué tal, negrito?”, me decían don Panza y don Rubio, que llegaron a conocer a mi padre. Sé que él vivió ahí porque yo nací ahí. Siempre me pregunté -hasta que conocí Las Catitas- ¿qué hacía ese turco ahí, en esos años? Mi viejo era un tipo que hablaba tres o cuatro idiomas, ¿cómo fue a parar ahí? Cuando conocí Las Catitas, lo entendí. El andaba con otro turco que se llamaba Chaffí Kahil. Era un tipo que vivía metido en el desierto en una casa de adobe. Solía jugar a la ruleta rusa para hacerse el gracioso y un día acertó: salió la bala y lo mató.
Enlace a nota completa ARN Diario: http://www.arndiario.com/notas/ver/id/9540
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